24 de noviembre de 2013
Mi bandoneón y yo
“Mi loco bandoneón,
el mundo está en el mostrador,
y escucha un alemán
borracho de emoción,
la magia en Doble A
del hijo que partió.
Y al alba por tu armonio
clandestino pasará
el bravo manicomio
de los siglos que vendrán”
el mundo está en el mostrador,
y escucha un alemán
borracho de emoción,
la magia en Doble A
del hijo que partió.
Y al alba por tu armonio
clandestino pasará
el bravo manicomio
de los siglos que vendrán”
(Horacio Ferrer)

El bandoneonista de esta historia sigue en Armenia, en la finca de sus
padres, tejiendo y destejiendo las
partituras del tango de una
desesperante espera, tras regresar del Perú y vivir allí la molondra
tramitación de la visa de residencia en Austria, un país que levantó su
embajada en Colombia por las mismas
dificultades económicas que carcomen a Europa. Fue un viaje relámpago
que significó en términos monetarios desprenderse de dos millones de pesos.
Contrario a muchos artistas, Juan Sebastián Gutiérrez es sencillo,
franco; lo corrobora al contarme que hizo un concierto en el Teatro Tobón Uribe de Medellín con su novia,
cantante de tango y ganadora también del concurso internacional de allí. Fue
tan exigua la asistencia que apenas pudo recuperar el treinta por ciento de los gastos del viaje al Perú. Las clases en Salzburgo, Austria comenzaron el primero de octubre y
hoy estamos a 24 de noviembre.
Luego de transcurridos 164 años,
el bandoneón sigue imbatible en su
diseño. El precio en el mercado internacional se mece entre los seis y los ocho mil dólares, una suma a la que debe
agregarse el desgastador esfuerzo que
demanda conseguirlo. De los sesenta mil
fabricados en Alemania y cedulados en Argentina, dice Sebastián Feijoo que superviven unos
veinte mil, dos mil de los cuales están en óptimas condiciones. El gobierno
busca mecanismos legales para
salvaguardarlos del turismo y de los
coleccionistas compulsivos de instrumentos. La lucha por la conservación
de esta especie artística en vía de extinción ha sido abocada por el Estado con
la puesta en marcha de un riguroso programa en la Universidad Nacional de
Lanús orientado a producir, luego de
muchos intentos fallidos en cincuenta años, un bandoneón argentino, de precios
al alcance popular, que ya tiene una marca a la altura de su zaga: “Pichuco”.
Su nombre de músico clásico resultó premonitorio, en tanto que la genética o la atmósfera
familiar cumplieron su papel. Su abuela paterna, doña Honeglia Sabogal, casada
con el famoso radialista quindiano, Germán Gutiérrez Peláez, “Bigotes”, al
morir su marido se armó de la audacia migratoria de nuestra gente y se fue a
Inglaterra por ocho años a vivir de lo que mejor hacía: cantar tangos. Tanto su padre, Bernardo Gutiérrez,
como su tío, son consumados tangueros, de lo cual puede colegirse que el tango
le fue inyectado a Juan Sebastián
Gutiérrez por vía intravenosa desde la infancia. Estudió
piano entre los siete y nueve años en el extinto conservatorio de
Armenia. Luego continuaría en Bellas
Artes de la Universidad del Quindío. Frente a la obligación de elegir entre una
ingeniería física o la música, optó por obedecer a su mamá, la química Marta
Lucía Valencia y se metió a músico.
Llegado con la inmigración en un barco y tocado por un marinero ignoto,
la adopción del bandoneón como instrumento vital en la formación de un género
de acentuada particularidad, guarda similitud histórica con el acordeón
diatónico vallenato. Desde luego que sus caminos y horizontes fueron distantes
y distintos desde los primeros balbuceos
en las tierras que los acogieron. El riguroso esmero artesanal de los
bandoneones, fabricados en Alemania hasta recién entrada la década de los
cincuenta, le han conferido un estatus equiparable con los míticos violines
Stradivarius, aunque exista de momento un abismo entre sus precios. Desde los
albores del siglo veinte el “fueye” tuvo su Henry Ford que, como el modelo T,
inundó los mercados mundiales. En 1864,
Ernest Louis Arnold, compró la primera fábrica de bandoneones a C.
Zimmermann, el verdadero inventor del instrumento, quien emigró a Estados
Unidos. Los primeros aparatos se conocieron con la marca ELA.
Nacido el 26 de noviembre de 1986, Juan Sebastián Gutiérrez cumplirá sus 27 años pasado mañana en
Armenia. De niño cantaba rancheras de Javier Solís y Vicente Fernández, a quien
le retiró su admiración por chabacano. Una profesora de piano de cuyo nombre no
quiere acordarse aunque sí recuerda que tenía un ojo verde y otro café, le
prohibió sentarse en el piano grande de Bellas Artes cuando le manifestó su
intención de ser pianista de concierto. Desmotivado abandonó ese instituto, al
que regresó después para dedicarse a la guitarra clásica, en tanto que
tocaba rock metálico cuando hacía su
bachillerato. Su primera guitarra de aglomerado azul le costó 80 mil pesos.
Luego la vendió para comprarse un violín. Si bien su vida académica ha sido
accidentada, el talento y la persistencia de soñador lo han acompañado en todo
momento. Su memoria es meticulosa en cuanto a gratitudes se refiere.
Aunque el tango no nació en noble
cuna y sus pretensiones estaban circunscritas al ámbito del arrabal, su fuerza
como expresión urbana, no folclórica, en un país que paralelo a la carnicería
de la primera guerra ofrecía los salarios más altos del mundo, se tomó a París
y de ahí se catapultó al mundo. Los frenéticos años veinte se bailaron al
compás del dos por cuatro. Ya se dijo que en una treintena de años llegaron a
la Argentina sesenta mil bandoneones, casi todos fabricados por la familia
Arnold, padre e hijos. De ahí surgió la emblemática marca doble A., que sería
para el tango lo que el jeep Willys a
nuestra caficultura. En oposición a una presunta decadencia, el tango ha
sufrido otra resurrección; las escuelas de tango argentinas proliferan, así
como las academias de baile. Las milongas colombianas son apenas un lejano
reflejo del imbatible auge tanguero mundial.
El adolescente de 14 años, recibió un eficaz consejo del maestro Jairo
Abadía, en Bellas Artes de Armenia: “Si
usted no estudia canto lírico cometerá un pecado”. Le robó tiempo a su tiempo y
a partir de ese dos mil estudió premúsica, tocó con varias agrupaciones,
aprendió a tocar batería sin maestro, del alemán John Meyer recibió clases de
violín. En 2004, denegada su pretensión
de estudiar canto en la Universidad de Antioquia, regresó a Armenia e intentó
cambiar la agilidad del solfeo por la pesadez de la Ingeniería Física en la
Tecnológica de Pereira. Pero la música no solo es arte y ciencia sino adicción,
y el músico es un canario que no le vende su color al alpiste, dijo alguien con
acierto. De Bernardo Sánchez, el
inolvidable maestro de grandes cantantes quindianos, recibió la preparación
suficiente para cantar “Dicintencello
vuie” y ser admitido en la Universidad de Antioquia.
Durante los años cuarenta, cincuenta y
mediados de los sesenta, en el Quindío y en Armenia el tango nos fue
administrado en cotidianas dosis radiales y a través de las rocolas diseminadas a lo largo de nuestra carrera
dieciocho, versión local de la avenida 9 de julio de Buenos Aires. Como en la
glosa de Celedonio Flórez, nos fuimos modelando en tango. Nuestros cantantes y
músicos quisieron brillar ante un público de oídos ávidos y escasos saberes
musicales. Para los músicos estaba a
mano y dentro de sus posibilidades la guitarra. Para los cantantes, los miles de
discos que llegaron, y que se oían entonces sin límite ni payola. Pero,
aquí viene lo triste de esta historia,
tan triste como el tango mismo: Nuestros músicos no aprendieron a tocar bien el
“gotan”; nuestros cantantes, ¡tampoco!
Nuestro producto apenas pudo optar a la categoría de “tango criollo”,
piadoso eufemismo de “gallego”.
En 2006, cuando el canto lírico dominaba su panorama académico, Juan
Francisco Tobón, guitarrista y comunicador, le regaló un MP3 repleto de tangos.
Justo ahí comenzó a degustar un género que consideraba en vía de extinción.
Oyendo a Pichuco Troilo y a Piazzola, resultó abriéndole la puerta a una
cultura que derivaría en la razón del ser musical de Juan Sebastián. Comenzó
entonces a trasegar las claves tangueras y aprendidos los diez tangos de rigor,
concursó en el Festival Internacional de Tango de Medellín de 2007 y ocupó un
significativo segundo puesto. Seducido como estaba por el bandoneón, el valor
del premio, sumado al monto de lo que comenzaría a ganar, le permitieron hacer
tangible su sueño de ser bandoneonista. En
los dos años siguientes repitió figuración en el Internacional de Tango
y en 2009 obtuvo el primer premio, igual que en los eventos anteriores, ante un
riguroso jurado argentino.
Conocidas las dificultades en cuanto a costo, disponibilidad en el
mercado y, peor aún, la ausencia de maestros y el dominio de la enrevesada
técnica que demanda su complejidad, los bandoneones fueron esquivos a nuestras
querencias. Es decir, por estos lados tuvimos que conformarnos con oírlos y
verlos; nunca conseguimos tocarlos. Por esas razones en Colombia no tuvimos
bandoneonistas, pese al fervor por una música que colonizó con sobradas
cualidades el mundo desde los albores del siglo veinte y que fiel inquilino
habitó el sentimentario proleto de las ciudades colombianas. Solo a comienzos
de los años ochenta, apoyado en su experiencia como cantor y en su bolsillo
como empresario, un cartagueño, Saúl Valenti, pudo comprar un bandoneón y
pagarse un profesor argentino, músico de planta de su negocio, “La Peña del Tango”, un boliche de
Chapinero donde la gente acudía a oír el repertorio convencional y repetitivo
del género.
Ser ganador en la versión anterior, le impidió presentarse en 2010 al
internacional tanguero pero fue llamado por la Red de Escuelas de Música de
Medellín para realizar el montaje y grabación del show central del citado concurso, que comprendía tangos y
música colombiana. Esta institución educativa tenía como profesores a los
maestros Victoriano Valencia, colombiano,
y Pablo Jaurena, de Córdoba
Argentina. Este último propuso que Juan Sebastián fuera el cantante titular de
la Orquesta Escuela de Tango de Medellín, fundada en 2008 y que sin duda es lo mejor que ha realizado Colombia en
materia tanguera, por lo que puede afirmarse que es a partir de 2008, con su
fundación, cuando el género comienza de verdad a afianzarse de manera sólida en
el país. En ese momento le sobrevino al cantor la urgencia febril de comprar el
bandoneón. Comenzó la visita virtual al mercado libre de “fueyes” por internet.
Argentina tiene el record en número de inventos, aparte del fútbol,
Borges, Gardel y varios premios Nobel. Si incluso tienen Papa, ¿Por qué no
habrían de tener un bandoneón argentino? La respuesta está cocinándose y se
espera que pronto los alumnos de los cientos de escuelas de tango puedan acunar
los bandoneones para estudio marca Pichuco,
luego de un siglo del reinado del doble A. La producción es de vanguardia. El fuelle es de una pieza y se ha conseguido
reducir a la mitad el número de sus 2.300 elementos. Las noticias de mayo
de 2013 lo estiman en 2.000 pesos argentinos, equivalentes a un
millón 330 mil pesos colombianos, lo que cuesta un acordeón vallenato Hohner de
contrabando. Aunque los músicos ultraconservadores canten anticipados responsos al nuevo “fueye”, la necesidad objetiva de
responderle a la nueva generación y afianzar una cultura en continua expansión,
al final posicionará los ”pichucos”.
Entre tantos bandoneones, con precios
superiores a siete mil dólares, encontró uno marca ELA, de estudio, en $ 1.680 US, con 40 años
sin uso, averiado en su mecanismo y con
el fuelle roto. Ante la sinceridad del vendedor, luego de ver una foto,
cerró los ojos, abrió el corazón y lo compró. Su profesor de bandoneón, Pablo
Jaurena, que estaba en Argentina, luego
del consabido regaño se apersonó de reclamar el instrumento en Buenos Aires y
llevarlo al taller de Carlos Ferrio, un lutier llamado el médico de los
bandoneones que restauró uno de Pichuco Troilo. Luego de las reparaciones, el
anhelado tesoro de Juan Sebastián tuvo un costo final superior a seis millones
de pesos. Igual que el trasteo del cadáver de Gardel, el aparato tardó nueve
meses en ser traído por el maestro Jaurena, a quien nuestro bandoneonista cantor
le compuso un tango como homenaje de gratitud.
Libaniel Marulanda
Calarcá,
noviembre 24 de 2013