27 de septiembre de 2014
Para mí, Sevilla representa todo
Para mí, Sevilla es un compromiso
Un desafío permanente. Así como el sevillano
español antepone todo para seguir llamándose sevillano antes que español el
gentilicio nuestro por el sólo hecho de serlo, ya nos compromete.
Yo no me acuerdo si fueron Absalón García o
Tocayo Ceballos los que dijeron, para exaltar el espíritu sevillanista: “Yo nací en un pueblo donde nacen muchos pero
se crían muy pocos, porque a unos los mata la inteligencia y a otros la
verraquera”.
Para mí, Sevilla es un desgarramiento
Estoy hecho de una transparentada y débil
fibra. No puedo caminar ligero, aun yendo de prisa. Me paro a observar todo.
Una puerta, un zócalo, un viejo metedero. Atisbo techos, gente, el cielo. El
aire. Ese espeso oxígeno entreverado en mi sangre aún siguen renaciendo mis
pasiones. Oigo la sabatina bulla y las pueriles canciones confundidas con las
voces de los borrachos en los cafetines de clientela fija. Me quedo quieto
oyendo. Pero eso sí, cuando suena la campana que llama a misa doblando, como
allá se dice, sale todo. Escurro la última emoción, así de pronto y aplasto la
nostalgia con un manotazo y con la mano abierta.
Para mí, Sevilla es el camino
Un camino de infinitos recovecos sin terminar
de recorrerlo. Siempre voy y vuelvo. Es el alegre regreso o el regreso triste
y, como siempre un camino en el centro, ya caminado. Pero me gusta. Lo hago
cada nuevo regreso. Camino por extramuros, por la dura periferia. Las calles
son caminos ya domados. Esos metederos donde los recuerdos están vivitos
todavía, pero el viejo y amado escenario, han construido algo nuevo y se han
renovado sin desdibujarse: árboles, ranchos, casas, y calles, en esa Sevilla
diferente, ya de otros.
Gente de otro pelo que crece y moldea sin
saber sus emociones. Llena el alma así como nosotros la llenamos, guardando
cada grito, cada amanecer con el frío guardado en el bolsillo. Cuaja su ser
sevillanista para cargarlo después por un camino largo, cuando emigren con la
tristeza en las espaldas, o regresando, como a mí me pasa, con la tristeza mil
veces aumentada.
Para mí, Sevilla es un dolor
Tal vez sea un dulce dolor, pero en todo caso
en un dolor. Mantengo un cauce abierto para recoger los duros golpes o los
frágiles amores. El amor es un dolor sin sueño hasta cuando llega. He llenado
mi vida de muchas cosas pero ninguna ha podido desarraigar mi hermosa y
dolorosa vigencia sevillana. Es el principio de todo lo que soy, y así quiero
morirme. Creo que así le pasa a todos los
sevillanos. Ese arraigo es el producto de esas raíces clavadas en el aire y
en la tierra, y que cada pueblo requiere de sus hijos, para la cosecha de los
huesos.
Para mí, Sevilla es una expectativa
Ustedes la están haciendo diferente. No
traten de cercar, de limitar a “PLUS ULTRA” y hacer que esa revista camine
únicamente por la calle Real o la calle Miranda. Y vaya a Tres Esquinas y a Las
Margaritas y allí termine su periplo. No. El nuevo intento debe tener un camino
más largo y abierto. Que cada sevillano disperso (el solitario y el nostálgico)
o la colonia activa y beligerante, se nutran y nutran la revista. En fin, que
sea un correo desparramado por la patria y llegue hasta ellos como si fuera una
carta de la novia, esa triste niña que espera aún nuestro regreso y se vistió
de negro para tapar más fácil su silencio.
Para mí, Sevilla es una emoción
Cada vez que vuelvo, ya sea por El Popal,
atravesando el puente; o por Carangal, asomando la cabeza; o cuando salgo de
Corozal lleno de polvo, por el cementerio, la emoción me golpea los ojos y la
cara como si fuera un puñetazo. Me detiene. Trastabilleo cuando me miro allá
por dentro. Siento en los jarretes y en la punta de los dedos las niguas
compañeras. La cargadera del remendado pantalón torcida sobre el hombro. Siento
en las espaldas el canasto en el que se lleva los mercados y el cargador que
talla en la cabeza. La emoción es un poco de todo lo que somos y por eso
reculamos con el golpe que nos pega cuando encontramos sus raíces. Vuelven del
olvido las voces de todos los amigos y los idos enemigos. Mi madre y mi padre me
llevan a la misa de once a ver los toldos blancos del mercado, cuando en La
Concordia no crecía el prado ni las flores se habían aclimatado. No había
baldosas superpuestas ni rectos sardineles. Entreveo la vieja escuela con sus
gritos; su silencio atardecido, oyendo la dualidad distorsionada desde un fondo
intemporal, estancado en la emoción de otro momento y, sobrevive sin espacio,
solamente por la vida que le da mi alma. Por eso cuando encuentro así, de
pronto, todas esas cosas reunidas, siento más dura la puñeta en plena cara y la
emoción trata de tumbarme y muchas veces me ha tumbado.
Para mí, Sevilla es un recuerdo
Los recuerdos más tristes y duros que tengo
de Sevilla. Sin embargo son los más queridos y protuberantes. Son los más
hermosos. No hay nada tan buen compañero como un recuerdo. Los recuerdos son un
dolor pegado para siempre. Donde se construyen, allí se quedan. El dolor se
puede calmar y hasta olvidarse: Basta con cerrar la puerta. Se puede corregir
con la risa el contento y las cosquillas; es muy fácil. A los recuerdos en
cambio, no los tapa nadie ni aun la mano abierta y extendida de todo el
universo.
Para mí, Sevilla es el amor
Allí congele mis iniciales emociones: por
eso, cuando quiero experimentar un sentimiento diferente, destapo el corazón,
descongelo el olvido y la distancia y, con la magia que tienen las palabras,
vuelvo a tener a mano el momento revivido. Vuelve a salir la dulce y tierna
novia. La serenata, el momento bohemio. Resuenan los viejos poemas
cursilientos, esos sacados del mismo cuero cuando estaba herido o más herido,
de amor agonizante. Vuelve a caminar por encima de la sangre y los sentidos de
idolatrada y bella ingrata. La dulce maldita, calcada para siempre como la
mancha de un pegote en medio de las uñas, de los pelos y del pellejo.
Para mí, Sevilla es la amistad
Nunca he podido encontrar una amistad tan
regalada como en Sevilla la encontré de fácil. Nadie fue capaz de asimilarla
como la asimiló el paisano. Por eso respeto tanto a ese amigo. Siento pena
cuando vuelvo. Me parece que soy un prepotente, un reblandecido. Un lambón de
última hora, como ellos ―asumo― piensan cuando voy llegando. Ya no pertenezco a
su círculo e exclusivo porque cuando entro al Café Vesubio, no llevo ruana ni
sombrero y en cambio llevo encima una guayabera toda loba, recargada de
bordados y parqueo mi humilde “renaulcito” sin que yo lo quiera donde ellos
pueden verlo. Claro que estoy hablando de una generación casi perdida y de un
humilde estrato al cual pertenecía, y por más jabón que me unte, aún estoy
perteneciendo. En ese tiempo si mierda no comimos, muy poco nos faltó para
comerla. Pero aun así, los amigos mantenían extendidas dos manos y entregaban
hasta lo último que no tenían. Por eso para no irrespetar a ese noble amigo,
ese que se quedó atrancado y suspira cuando ve un camino, una lejanía, y como
un pendejo recorre la calle Real de abajo a arriba, mirando el pavimento y
suspirando por largarse, mejor salgo caminando.
Para mí, Sevilla es un laberinto
Recorro sus calles. Comienzo allá en Las
Margaritas. San José, de punta a punta, allí donde ir es peligroso. El viejo Seminario
donde sobresale de sus ruinas un naranjo viejo y retorcido, lleno de cicatrices
militares. Puede verse entre los pedazos de ladrillo la quejumbrosa liturgia de
los curas, y no se han ido del aire sus clamantes rezos. Paso por el parque
Uribe. A don Heraclio lo cagan las palomas y los afrecheros cada vez que
amanece. Las araucarias y el cielo capotudo. Muchas veces hay neblina y una
llovizna delgadita. Reconstruyo su perímetro (por la calle Real se pasa para ir
a todas partes). Entro. Sus doradas estrellitas en un abovedado pintado de
azulito como si allí se hubiera entrado el cielo. Dejo la última esquina de la
plaza (El Café Ginebra era el mojón para iniciar el tránsito) y entro en La
Miranda. Paso a paso sigo caminando en busca del cementerio. También busco mis
pasos por la calle larga. Todos ellos han huido. Miro a lado y lado para ver el
alma. Esa que dejé enredada en las ventanas, en las cantinas o en La Pista
cuando salí derrotado por el hastío, por la intrascendencia, así como se usaba
en ese tiempo. En vez de encontrarla se me pega otra tristeza nuevecita. De
paso, cuando casi ya estoy llegando, compro donde las Rodríguez un manojo de
claveles rojos. Voy dejando uno por uno sobre las tumbas de los amigos y de los
enemigos muertos. Los que se murieron cuando la epidemia de los revólveres. La
enfermedad del odio que asoló a Sevilla y mató a muchos sin estar enfermos.
Por Juan Martín Carvajal
Tomado de la revista PLUS ULTRA de la Colonia sevillana de Bogotá
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