8 de julio de 2013

El regreso de la leyenda de Juan Valdés

  • 8 de julio de 2013
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  • Omar  Arango vino a Sevilla  a enseñar  Filosofía y literatura en la época  en que las ideas más avanzadas eran las del  sacerdote Gabriel Rivadeneira.

    Omar había estudiado en el Seminario de  Manizales tratando de seguir las huellas de santos y sacerdotes famosos como San Agustín, San Luis Gonzaga,  Pierre Teilhard de Chardin y Víctor Buenaventura Nates, pues su  progenitor don Manuel Arango  quería que en su hogar se respirara un olor de santidad, y para logar esto sería capaz hasta de vender  las vacas más lecheras de su hato en Barragán.

    Omar  durante su vida  en el Seminario  estudió a los teólogos más famosos,  a los nihilistas y existencialistas. Estuvo imbuido de las ideas filosóficas de Federico Nieztche, “Así hablaba Zaratustra”, era su libro preferido; el  escritor Francés Jean Paul Sarte era su fuente de inspiración, “La náusea”, reposaba en la mesa de noche en su celda de estudiante y tampoco  faltaron los libros de los poetas malditos.  Gustavo Adolfo Bécquer fue su poeta de cabecera, y hasta tal punto fue su admiración que como un homenaje al bardo incorporó el nombre de Adolfo al suyo, dando como resultado que en Sevilla y en muchos lugares se le conozca como Omar Adolfo Arango. Sabe de memoria muchos poemas de Bécquer, pero en especial recuerda con mucho cariño “No pudo ser”:
    “Tú eras el huracán, y yo la alta / torre que desafía su poder; / ¡tenías que estrellarte o abatirme!.../ ¡No pudo ser! / Tú eras el Océano, y yo la enhiesta / roca que firme aguarda su vaivén; / ¡tenías que romperme o arrancarme!... / ¡ No pudo ser ¡ / Hermosa tú, yo altivo; acostumbrados / uno a arrollar, el otro a no ceder; / la senda estrecha, inevitable el choque… / ¡No pudo ser ¡”.
    Para dar rienda suelta a su intelecto que hervía como la lava en un volcán, vomitó fuego en obras de teatro, y en el  periódico “La Patria” de Manizales escribía con el seudónimo de Adolfo Negro disparando dardos filosóficos en todas direcciones. La lava que hizo erupción en ese volcán no gustó “ni cinco centavos “entre algunos directivos del centro de estudios.

    ―Omar, ya sabemos que tú eres el flamígero  “Adolfo Negro”―dijo el Rector
    ―Hay que difundir los conceptos de la Teología de la liberación, en especial las del Arzobispo Helder Camara
    ―Ni de fundas mijo. Nosotros no comulgamos con las ideas herejes de ese “Obispo rojo”.
    ―Bueno señor rector, entonces escribiré sobre las ideas del movimiento de “Golconda”.
    ―Ni se le ocurra. Camilo Torres, Vicente Mejía,  y todos sus amigos no son siquiera “rojos” sino negros  y podridos en la maldad. Ellos ya no tienen esperanza por la vida sino que la desesperación acecha sus almas, y de ahí al suicidio o  a hacerse matar en un monte no hay sino un sólo paso.
    ―Hijo, empaque su maleta y se va. Usted ha sido expulsado del Seminario.
    Adolfo Negro lloró en silencio por cada uno de los años que permaneció en aquellas sagradas aulas, allí estaba su vida, pues él quería ser sacerdote. “Su excelencia, yo no soy capaz de darle esa noticia a mi padre. Lo he decepcionado. Hágame el favor de darle ese mensaje. Yo me voy para Sevilla”.

    Con este bagaje intelectual llegó Omar  Adolfo al Colegio General Santander y allí sembró la lava volcánica que le corroía el alma.  Conocimos a los poetas malditos: Charles Baudelaire, Jean Arthur Rimbaud y  Stepfhane Mallarmé, los cuales eran bohemios, decadentes y críticos de la sociedad de su tiempo; existencialistas como Jean Paul Sartre y Albert Camus;  el surrealismo de André Bretón; nadaístas como Gonzalo Arango, Eduardo Escobar, Jotamario Arbeláez y X-504, aunque nosotros ya éramos Nadaístas, pues usábamos el pelo largo, escuchábamos la música de los Beatles, nos escapábamos de la fila  de estudiantes santanderinos que marchaban a misa los domingos  al  templo de San Luis Gonzaga  al compás de la banda de guerra y discutíamos las tesis religiosas del Padre Rivadeneira.

    ―Noreña, Aguirre y Martínez, los espero en el Hogar de la Providencia para que discutamos sobre la Santísima Trinidad y acompañamos el debate con un buen vino de consagrar―dijo el padre Rivadeneira.
    ―Padre, y nosotros que somos bien católicos ¿por qué no nos invita a  degustar vino con pan ácimo?― preguntaba el resto de los compañeros
    ―Yo invito a las ovejas descarriadas para traerlas de nuevo  al redil.

    Omar Adolfo nos introdujo en la carreta del teatro; nos hablaba de Jean Genet, Samuel Beckett, Eugene Ionesco, Jean Cocteau, Bertol Brecht y Enrique Buenaventura. Más tarde llegó Eduardo Trujillo a hablar de teatro y encontró que el terreno ya  estaba abonado  donde prendieron bien fértiles las semillas que el regó.

    Me gustó tanto el teatro que  participé en la obra “El pordiosero” escrita por Omar Adolfo, la cual se presentó en el Teatro Real: “Mire Gustavo, cómo usted tiene el pelo largo, eso es una ventaja. Échele grasa al pelo para que se enmarañe, saque uno panes mohosos, póngase unos pantalones  viejos y váyase para la calle a pedir limosna antes de iniciar la función”, dijo Omar Adolfo. Y así fue. Pedí limosna en la calle Real. Algunas personas se acercaban con caridad cristiana y echaban la limosna en el tarro, otras con asco la tiraban desde lejos como jugando tejo con la intención de hacer moñona. Estuve en estos menesteres en la acera del almacén Valher de don Jesús Mejía. “Otro hijueputa loco en Sevilla, ¿de dónde lo traerían?” ―Comentaban los transeúntes―. Allí en  esa  esquina me dieron ganas de orinar y no hubo más remedio que hacerlo contra la pared del almacén Valher,  pues al fin y al cabo era un mendigo loco, pero la muchachada que rondaba en torno mío empezaron a tirarme piedra, y en un acto de defensa propia devolví piedra por piedra ―la ley del talión―, formándose una gazapera del diablo. Hasta la policía llegó para aplacar los ánimos.

    ―Gustavo no pelee más con esos pelafustanes. Es hora de entrar en escena. Váyase para el teatro―dijo Omar Adolfo.
    ―Con permiso señor portero, déjeme entrar que soy el actor de la obra de teatro.
    ―Cojan a ese loco y que se lo lleven para Sibaté, de lo contrario se entra y se tira la función―dijo el portero.
    ―Déjelo entrar señor portero que ese pordiosero es el personaje central de la obra ―dijo  Omar Adolfo. 

    Participé en otra obra teatral escrita por  Omar Adolfo llamada “Patepalo” y en el “Extraño jinete” de Michel  Ghelderode, y como resultado  de estas incursiones en el mundo del teatro, al finalizar el bachillerato recibí como premio un libro conteniendo obras teatrales del autor ruso  Antón Chejov.

    Omar Adolfo siguió escribiendo teatro y novelas, y muchos años después me regaló un libro de su autoría llamado: “La leyenda de Juan Valdés”, con un autógrafo, lo cual le dio un valor inestimable para mí. Por algún extraño designio de los Dioses durante mi época de estudios en la Villa de la Candelaria el libro desapareció de mis pertenencias. No sé en qué momento tomó otro camino, pues los caminos conducen a muchos lugares. Mis recuerdos viajan a través del tiempo, pero todo son suposiciones. Pudo haber sido en el café “Metropol”, sitio frecuentado por los Nadaístas.

    ―Oiga  joven, ese  libro que tiene usted, “La leyenda de Juan Valdés” cuyo autor es Omar Adolfo Arango ¿será el mismo Adolfo Negro?― me preguntó  un poeta peludo, desgarbado, con el ombligo tocándole el espinazo―. Más tarde me di cuenta  de que ese flacuchento era Gonzalo Arango.
    ―Sí señor
    ―Véndamelo que ese es un buen escritor Nadaísta de Sevilla, y si sigue por ese camino combatiendo  las iniquidades del establecimiento y “desfaciendo” entuertos como don Quijote de la Mancha, será un crisol que alumbrará la literatura mundial.
    ―No poeta, no se lo vendo. El libro tiene un autógrafo y eso lo hace un incunable.

    El bendito libro quizás tomó otro rumbo así como las nubes viajan con el impulso del viento. Lo pude haber  vendido por “un plato de lentejas”  al primer mercader paisa que se me atravesara  en la calle Junín, para sobrellevar mis afugias económicas. También pienso que un ladrón  con un gusto refinado por la lectura me lo hubiera  arrebatado, pero me inclino más por pensar  que  Gonzalo Arango el “profeta de la nueva oscuridad”  pagó a un bandido del barrio “La Toma” para que le hiciera la vuelta de raptar “La leyenda de Juan Valdés”. El caso es que el libro se perdió en un sendero enmarañado, y durante ese  tiempo sentí que en mis oídos  me hablaba Juan Valdés: “Ven y rescátame”, “No me dejes tirado que el frío y la polilla son muy horribles”. En las noches de luna llena en la pared de mi pieza como si fuera un televisor con imagen de alta definición veía a Juan Valdés diciéndome: “Ay…ay…ven rápido. Ya perdí la caratula y la contratapa. Me siento sin brazos. Si te demoras, desaparecerán mis páginas y con ellas toda mi historia”. Mi hermano Álvaro, más conocido como el “arqueólogo de las palabras”, un día amaneció con un desasosiego que le perturbaba el alma y por alguna razón desconocida enrumbó sus pasos al centro de Medellín y como si una mano lo cogiera del brazo, entró a una librería donde vendían libros de segunda, y miró a un rincón donde había un anaquel destartalado.

    ―”Arqueólogo”, ven acá.
    ― ¿Quién me habla en ese hueco?
    ―La “Leyenda de Juan Valdés”. Soy uno de los fundadores de Sevilla.
    ―Eso no puede ser cierto. A mi pueblo lo fundó Heraclio Uribe Uribe.
    ―Eso es lo que dice la historia oficial. Yo también estuve allí y lo conocí. Yo fui colono y él no. Yo represento al pueblo raso que ha sido  el creador de riqueza y sólo le ha tocado migajas. Cómprame y llévame a Sevilla, debo continuar mi obra.
    ―Librero, ¿cuánto vale este libro?―dijo el “arqueólogo”  conteniendo la emoción, pues sabía que se encontraba frente al hallazgo arqueológico más importante  para  la literatura.
    ―Son cinco mil pesos, pues ya está algo dañado.
    ―Pago ―dijo el “arqueólogo”―Y  salió pletórico de dicha, pues sabía que esa guaca urbana valía por lo menos quinientos mil pesos.

    El “arqueólogo” vino en persona  a traer el tesoro a Sevilla;  volví a releer el libro y a curarle las heridas. Desde ese momento recuperé la calma.

    ― ¿Dónde está  Omar Adolfo ?―preguntó la “Leyenda de Juan Valdés”.
    ―Él vive en Canadá, pero por esta temporada está en  Sevilla.
    ―Dígale que la “Leyenda de Juan Valdés” ha regresado para continuar con la lucha. Ayer ayudé a fundar a Sevilla, contribuí a su desarrollo sembrando café; me enfrenté a bandidos conservadores y liberales, llámense Marcos Granada, “Care Sebo”, Marcelino Soto o “Chispas”. De mi valor no se puede dudar porque soy firme como la roca. Hoy debemos luchar contra Genaro Muñoz y todos sus conmilitones de  la  Federación Nacional de Cafeteros que no representan al caficultor. No podemos permitir que la mula “Conchita” del tal  Juan Valdés de la Federación viva mejor que nosotros; y a propósito, ese Juan Valdés que anda de turismo en avión por el mundo con camisa almidonada y disfrazado de recolector de café, ese no soy yo. Yo ando con alpargatas rotas y calzoncillos remendados. Soy campesino caficultor. Mis  cafetales tienen roya y broca; sin plata para comprar abonos y plaguicidas y en mi finca no hay ni agua de panela. Dígale a Omar Adolfo que escriba un libro titulado: “Juan Valdés contraataca”.

    Por Gustavo Noreña Jiménez
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    |WebMaster - Alirio Acevedo Sánchez|
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