9 de noviembre de 2014
La sordera, el góspel y las plegarias no atendidas
Hay cosas que a veces hacen difícil lo que es fácil,
gozoso y placentero. Lo digo porque de pronto el estado de gracia de esta
mañana de domingo, lo rompe un suceso inesperado. En un lugar cercano se
empieza a oír un canto coral, atascado en una sola nota, como si no pudiera
levantar vuelo, capaz con su estribillo ininteligible de sacar de casillas al
más santo.
De tanto repetirse, pronto alcanza una especie
de ritmo frenético y entonces caigo en cuenta de que se trata de la vecina
iglesia cristiana y de sus feligreses que de esa manera hablan a su Dios. A un
Dios sordo seguramente porque la insistencia pasa a convertirse en un reclamo
de no acabar, en un Hosanna que de repetirse y repetirse más parece, en su
tono, un pedir agresivo y sin alternativas. O mejor, sin posibilidades de
respuesta, dada la forma en que, en estas catedrales de garaje, se le canta a
quien, hace solo unos siglos, unos decibeles más abajo, los fieles se le
dirigían entonando cantos gregorianos, con luminiscencias arcangélicas, mucho
más fáciles de acatar que estos estólidos berridos de ahora.
De ser yo Dios, no los escucharía (como trato
inútilmente de no hacerlo ahora, acudiendo a toda clase de subterfugios,
audífonos incluidos), y con un dedo amenazador, bíblico, les señalaría,
transportándolos incluso al pasado, las plantaciones de algodón y a la legión
de negros esclavos, transformando su desgracia y anhelos de libertad, en hermosos
negro spirituals, himnos que el domingo coreaban con gracia en sus parroquias
rurales. En ellos, como se sabe, daban cuenta de su drama pero también de la
melodía incomparable que encerraba su corazón, a la que ningún mortal,
cualquiera sea su credo, le es indiferente ayer y hoy.
Y, además, en funciones netamente escolares,
los sentaría a escuchar toda aquella música que de allí ha derivado: la góspel,
los blues y a Areta Franklin y Billie Holyday y Elvis, para no hacernos muy
largos. Y cada ocho días volvería, de ser Dios, a ver si hay adelantos. De no
haberlos, de seguir con el treno lagrimoso capaz de espantar al más santo, les
haría saber que sus plegarias no son atendidas y descargaría sobre esas
capillas de segunda, tan ajenas a una verdadera humildad, todo el mal genio.
Más vale el silencio que los anhelos de codearse con la divinidad de esa manera.
Eso pienso mientras el domingo avanza;
mientras me pregunto cuándo irá a terminar tal anomalía imperdonable, tal
desacato.
Sin embargo, cuando menos lo espero, las cosas
vuelven a su curso. El coro cesa, así la batería que lo compaña y guía,
incontrolada, se alargue unas notas más. Y, al fin, de nuevo torna el silencio
y sus diversa y gentiles vertientes que impiden considerarlo mera materia
oscura: las aves cantan, una brisa fresca pone a danzar la copa de los árboles,
las nubes juegan a ser Picasso y dibujan figuras de dos cabezas que enseguida
borran para dar paso a algún Titán goyesco y el perro, feliz de la vida, menea
la cola y ladra muy suave como para no ir a incomodar o a hacer huir esa
presencia invisible que, estando en todas partes, hace del domingo un día
distinto a todos. Al menos con la armonía y el regocijo interior que por ser el
día del Señor, le corresponde.
**
El domingo es un buen día, el humano tarda en desperezarse y el quehacer cotidiano parece no sufrir apremios. Hasta la misma luz, despreocupada, apenas si avanza sobre los espacios cercanos, apoyándose sobre fachadas y árboles, aceras y antejardines. En estas primeras horas, la quietud y el silencio son tales que uno no se atreve a dar un paso para no romper el sortilegio, esa disposición de un día para darte todo aquello que los otros días te quitan. Entonces miras y escuchas, oyes y ves, a ti mismo en primer lugar, advirtiendo cuán leve pero presto a la perplejidad actúa tu pensamiento y cuán bella y variada, cuán armónica, es la música de los pájaros, resucitado el verdor veraniego de los árboles, próxima la bondad del cielo, cierto y glorioso el mundo.
El domingo es un buen día, el humano tarda en desperezarse y el quehacer cotidiano parece no sufrir apremios. Hasta la misma luz, despreocupada, apenas si avanza sobre los espacios cercanos, apoyándose sobre fachadas y árboles, aceras y antejardines. En estas primeras horas, la quietud y el silencio son tales que uno no se atreve a dar un paso para no romper el sortilegio, esa disposición de un día para darte todo aquello que los otros días te quitan. Entonces miras y escuchas, oyes y ves, a ti mismo en primer lugar, advirtiendo cuán leve pero presto a la perplejidad actúa tu pensamiento y cuán bella y variada, cuán armónica, es la música de los pájaros, resucitado el verdor veraniego de los árboles, próxima la bondad del cielo, cierto y glorioso el mundo.
Es domingo, claro, un domingo cualquiera, pero
qué posible, sin embargo, se te hace de pronto la vida verdadera en este
instante.
No como resultado de vanas utopías o cojas
rebeliones, sino del modesto gesto del tiempo al extenderte algo propicio
también a todos: un goce de la existencia. Y, aunque, poco a poco, la mañana se
anima con el trajín humano, el tono es diferente, benéfico, encarnado,
satisfaciéndonos incluso en aquello a lo que aún no podemos dar certeza. Y
entonces, en el vecindario, salta la voz legañosa de los niños, el corretear
cosquilleante de las bestias, el vocablo amoroso de tías y madres, el sonido
sordo del trasto que cae, todo a la vez, como si alguien hubiera activado el
interruptor y abierto las compuertas y otra vez, por ahora, la nada fuera por
completo el ser. Y el ser, la belleza.
Y, allá, ¿en cuál de los apartamentos
vecinos?, como si fuera aún poco, desde el animado revoltijo de las cosas, una
mujer rompe a cantar, sin mucho arte, cierto, pero con la embriaguez y el
aliento de una realidad que comienza casi victoriosa:
“Te quiero con las fuerzas que no tengo”.
Elkin
Restrepo
Poeta y
cuentista antioqueño.